martes, 26 de noviembre de 2019

Una historia triste, de Tontolino de Médicis

Puestos a recuperar blogs que ya suponía perdidos, voy a revivir hoy este, uno de los que más me agradaban en su momento porque estaba dedicado a publicar relatos y escritos de parientes y amigos. Ha estado en congelación más de 11 años, que se dice pronto, y renace con una historia que me ha encantado de Tontolino de Médicis, famoso mecenas y coleccionista, descendiente por línea curvilínea de la prestigosa familia que tanto aportó al mundo. Sin más preámbulos os invito a disfrutarlo. Espero que os guste tanto como me ha gustado a mí.


Una historia triste
                                                                                    Un relato de Tontolino de Médicis




    Sí, lo reconozco, soy un adicto al teléfono. Mi adicción comenzó el día en que, allá por 1954, se instaló el teléfono en casa de mis padres. Aquél artilugio de baquelita negra, fijado sobre la pared del pasillo, me fascinó de tal manera que me olvidé del aparato de radio de la salita de estar donde, cada tarde al salir del colegio, me sentaba junto a mi madre para escuchar a Pepe Iglesias “El Zorro” o a Matilde, Perico y Periquín, antes de hacer las tareas que me había impuesto el maestro. A partir del día de la instalación del teléfono cambié ese hábito por el de sentarme en la silla del pasillo, donde hacía mis deberes, a la espera de oír el maravilloso timbre del teléfono y, cuando este sonaba, me levantaba de la silla como un rayo, cogía el auricular antes que nadie y muy feliz decía: «Dígame». Nunca sabías de quien provenía la llamada y aquello confería un cierto tinte de misterio a la acción. Por supuesto que me aprendí de memoria los números de teléfono de mi abuela y de mis tíos, y también los de la tienda de comestibles, la lechería y el bar de la esquina donde mi padre paraba para tomarse el último chato de vino antes de subir a casa a cenar, cuestión esta que algunas veces se retrasaba en demasía. 
«Hijo, llama a la taberna y dile a tu padre que la cena ya está lista» me decía mi madre y yo, ufano, marcaba los dígitos en el dial.

    El teléfono de mi casa fue el primero que se instaló en la finca y, de cuando en cuando, una vecina llamaba a la puerta y me decía: «Hola guapo, dile a tu madre si puedo utilizar vuestro teléfono». Aquello me llenaba de orgullo y yo, presto, iba en busca de mi madre que nunca puso reparos a que los vecinos hicieran uso de él. «Hijo, dile a esa señora que pase, que está en su casa», respondía siempre ella.

    Con el tiempo todos los vecinos pudieron disfrutar del teléfono lo que motivó que la lista de contactos engrosara. De hecho, mi madre colgó de una alcayata situada a dos palmos del teléfono una libreta con pastas de hule, dotada de un índice alfabético, donde figuraban muchos más números que aquellos que me sabía de memoria, entre ellos, todos los de sus vecinas amigas y también los de algunos familiares lejanos de Aldea del Fresno y de Castuera.

    Los años pasaron rápidos y aquel mocoso se convirtió en un jovencito que, tras acabar el bachillerato elemental, sus padres decidieron matricularle en la Escuela de Peritos Industriales. «Es hora de que hagas una carrera que pueda abrirte las puertas de un buen empleo» me dijo mi padre. Yo había cambiado, pero también lo hizo el teléfono ya que aquel aparato de baquelita negro, fijado sobre la pared de pasillo, se convirtió en uno de sobremesa de color azul celeste, con un precioso dial transparente, que mi madre colocó sobre una pequeña consola situada, como no podía ser de otra manera, en el pasillo. La alcayata desapareció y la libreta pasó a ocupar un lugar en dicha consola. Aquel auricular fue testigo mudo de la infinidad de conversaciones que mantuve con amigos, compañeros de escuela y, sobre todo, de mis primeros escarceos amorosos con algunas de las chicas que frecuentaban nuestros guateques. «Hijo, cuelga ya el dichoso teléfono que la factura va a subir por las nubes», me decía mi madre.  

    Los tiempos adelantan que es una barbaridad y, a principios de los años 90, salió al mercado el primer teléfono móvil, con tecnología analógica, que Telefónica comercializó con el nombre de MoviLine. Yo ya estaba trabajando y contaba con un ben sueldo lo que me permitió adquirir uno de esos terminales. El aparato, bautizado popularmente como “zapatófono” tenía unas dimensiones considerables ―si lo metías en un bolsillo de la chaqueta corrías el riesgo de deformar la prenda― y pesaba como un demonio. Aun así, me hizo feliz. Era como tener el antiguo teléfono de mi casa en cualquier lugar donde yo me encontrase.

    La tecnología es implacable y, a mediados de 1995, Telefónica anunció un servicio de telefonía móvil, esta vez digital, con el nombre de MoviStar. Esa nueva tecnología, entre otras muchas opciones, permitía al usuario conocer el número de la llamada entrante. «Chico, modernízate, ahora, además de hablar podrás enviar mensajes por SMS y, muy pronto, hacer fotografías. Es una auténtica pasada», me decían mis compañeros de trabajo. Pero nos les hice caso y seguí con mi teléfono del pasillo, ahora en la mesa de mi despacho. «Tú no eres un cliente de Telefónica, lo que eres es un parroquiano», se mofaban todos ellos.  Y así estuve hasta el 1º de diciembre de 2003, fecha en la que tuve que cambiar mi terminal analógico por uno digital debido a que la telefonía analógica de MoviLine se extinguió. En aquella época, y a pesar de contar con una tecnología punta, nunca utilicé el SMS y, por supuesto, seguí contando con mi Nikon para hacer fotografías.

    Sin embargo, fue a partir de febrero de 2009 cuando, desde mi punto de vista, todo el tema de la comunicación hablada empezó a irse al garete. Había nacido WhatsApp, una aplicación de mensajería para teléfonos inteligentes (o sea como el mío) que permitía enviar y recibir mensajes por Internet en forma de texto, complementando esta función con el envío, a uno o a todos los contactos de la agenda, de imágenes, documentos, videos, grabaciones de audio y hasta ubicaciones. Por aquel entonces yo ya estaba casado y mi mujer, una auténtica fanática de la tecnología, me instó a utilizar esa herramienta debido a que varias de nuestras amistades habían cortado nuestra relación debido a que yo, por mis convicciones, nunca contestaba a sus WhatsApp. Un día, después de hacer el amor, me miró fijamente a los ojos y me dijo: «Verás que cómodo es su empleo. Podrás enviar, junto con tu mensaje, un gracioso emoticono con una cara que expresa tu estado de ánimo, además de otros muchos que representan objetos, actividades y muchas cosas más. Es muy divertido». Yo al principio me opuse, pero ella me amenazó con restringir nuestras actividades sexuales y eso hizo que reconsiderara su consejo por lo que, poco a poco y haciendo de tripas corazón, comencé a relacionarme de ese modo. Un íntimo amigo me comentó que más de 700 millones de personas usaban ese sistema y debía ser así porque constaté, cuando viajaba en metro, autobús, tren o avión, que tres de cada cuatro personas, adolescentes, jóvenes, adultos o ancianos, utilizaban WhatsApp.


    En los meses siguientes dejé de hablar por teléfono dedicándome, exclusivamente, a comunicarme vía WhatsApp. Aquello fue como un bálsamo benefactor, muchas de las personas que habían dejado de relacionarse conmigo volvieron a hacerlo e incluso hubo algunas que, aunque nunca quisieron saber nada de mí, ahora se pusieron en contacto mediante esta herramienta. Es más, familiares que jamás me habían llamado por teléfono empezaron a mandarme mensajes por esa vía. A pesar de todo, yo no estaba contento conmigo mismo; había traicionado uno de mis principales principios y eso no me dejaba pegar ojo por las noches. Para mí era como ser del Atlético de Madrid y de la noche a la mañana hacerse del Real Madrid y un día, a pesar de las amenazas de mi mujer, tomé la firme decisión de no volver a utilizar el dichoso WhatsApp. Ella, cuando se apercibió de ello, censuró mi atrevimiento y decidió dormir en el cuarto de invitados hasta que yo reconsiderara lo que había hecho. «Lo tuyo es de psiquiatra ―me dijo―, te recomiendo que acudas a un especialista».

    Seguí sus indicaciones y uno de mis mejores amigos me aconsejó que fuera al que, según él, era uno de los mejores de España. «Seguro que no te vas a arrepentir ―aseguró―. A mí me curó la fobia que tenía a las aves. Ahora tengo en casa siete canarios, dos loros y un tucán». No lo dudé y acudí a su consulta, podía matar dos pájaros de un tiro; volverme un adicto del WhatsApp y recuperar a mi mujer. El doctor me recibió en un despacho lujosamente amueblado con un gran ventanal desde el que se podía ver el fondo sur del Estadio Bernabéu. «Vamos a ver ―me dijo a la vez que me observaba de arriba abajo―, cuénteme exactamente lo que le pasa y, sobre todo, como se siente». Yo comencé a relatar, con todo detalle, mi obsesión hasta que, diez minutos más tarde, un sonido parecido al de un silbido salió del teléfono móvil que estaba sobre la mesa del despacho. El médico me miró durante un segundo, cogió el teléfono y me dijo: «Discúlpeme, tengo que contestar un WhatsApp. Formo parte de un nutrido grupo de especialistas y usamos este medio para comentar…». No le di tiempo a terminar la frase, me levanté de mi asiento, me dirigí a la puerta de salida y antes de cerrarla tras de mi le solté: «Váyase usted a la puta mierda».

    La relación de pareja entre mi mujer y yo se fue deteriorando poco a poco. Casi no hablábamos y cada día estábamos más distanciados. Ella se pasaba el día entretenida con las redes sociales, siendo sus preferidas WhatsApp, Telegram, Facebook, Twitter, YouTube, WeChat, Instagram, QQ y QZone, y yo me encerraba en mi pequeño despacho para poner en orden mis ideas y escribir, algo que me apasionaba y me hacía feliz

    Uno de esos días, cuando me encontraba escribiendo un ensayo sobre la vida y costumbres de los mamíferos polares, recibí un WhatsApp de mi mujer que decía: «Deja lo que estés haciendo y ven a cenar». Aquello fue la gota que colmó el vaso. Mi mente se nubló y, lleno de ira, me levanté de la silla para dirigirme a la cocina donde mi mujer freía unas empanadillas. Ella se apercibió de mi llegada y sin girar la cabeza me espetó: «Pon el mantel, en cinco minutos…». No pudo terminar la frase porque el cuchillo cebollero que empuñé se incrustó en su quinto espacio intercostal izquierdo.  

    En el juicio que siguió a continuación fui acusado, delante de un jurado popular, de homicidio en primer grado. «¿Cómo se declara el acusado?», me preguntó el juez. Yo me levanté de la silla que ocupaba y respondí: «Inocente, señoría, totalmente inocente. Lo siento mucho, la culpa fue del WhatsApp». La carcajada que emanó de la bancada que ocupaba el jurado fue de campeonato y aunque mi abogado defensor, en un gran alegato final, intentó convencer al jurado y culpabilizó a las redes sociales de crear en la sociedad una gran robotización que, de alguna forma, idiotizara a los seres humanos y les privase, en gran medida, de discernimiento y voluntad, no evitó que el jurado me declarase culpable y el juez me condenase a una pena de prisión permanente revisable.

    Estas líneas las escribo desde mi celda de la Prisión Provincial de Escalante del Jarama donde, afortunadamente, no hay wifi.    




1 comentario:

Anónimo dijo...

Este relato me ha dejado pasmada. Es increíble, esa mezcla de nostalgia, tan bien definida (yo también corría por el pasillo para coger el teléfono antes que mis hermanos jajaja) y... Bueno, que como decía Félix en Twitter, no quiero hacer spoiler. Lo mejor es leelo y disfrutarlo. Enhorabuena, Tontolino!!