Una
historia triste
Un relato de Tontolino de Médicis
Sí, lo reconozco, soy un adicto al
teléfono. Mi adicción comenzó el día en que, allá por 1954, se instaló el
teléfono en casa de mis padres. Aquél artilugio de baquelita negra, fijado
sobre la pared del pasillo, me fascinó de tal manera que me olvidé del aparato
de radio de la salita de estar donde, cada tarde al salir del colegio, me
sentaba junto a mi madre para escuchar a Pepe Iglesias “El Zorro” o a Matilde,
Perico y Periquín, antes de hacer las tareas que me había impuesto el maestro.
A partir del día de la instalación del teléfono cambié ese hábito por el de
sentarme en la silla del pasillo, donde hacía mis deberes, a la espera de oír
el maravilloso timbre del teléfono y, cuando este sonaba, me levantaba de la
silla como un rayo, cogía el auricular antes que nadie y muy feliz decía:
«Dígame». Nunca sabías de quien provenía la llamada y aquello confería un
cierto tinte de misterio a la acción. Por supuesto que me aprendí de memoria
los números de teléfono de mi abuela y de mis tíos, y también los de la tienda
de comestibles, la lechería y el bar de la esquina donde mi padre paraba para
tomarse el último chato de vino antes de subir a casa a cenar, cuestión esta
que algunas veces se retrasaba en demasía.
«Hijo, llama a la taberna y dile
a tu padre que la cena ya está lista» me decía mi madre y yo, ufano, marcaba
los dígitos en el dial.
El teléfono de mi casa fue el primero que
se instaló en la finca y, de cuando en cuando, una vecina llamaba a la puerta y
me decía: «Hola guapo, dile a tu madre si puedo utilizar vuestro teléfono».
Aquello me llenaba de orgullo y yo, presto, iba en busca de mi madre que nunca
puso reparos a que los vecinos hicieran uso de él. «Hijo, dile a esa señora que
pase, que está en su casa», respondía siempre ella.
Con el tiempo todos los vecinos pudieron
disfrutar del teléfono lo que motivó que la lista de contactos engrosara. De
hecho, mi madre colgó de una alcayata situada a dos palmos del teléfono una
libreta con pastas de hule, dotada de un índice alfabético, donde figuraban
muchos más números que aquellos que me sabía de memoria, entre ellos, todos los
de sus vecinas amigas y también los de algunos familiares lejanos de Aldea del
Fresno y de Castuera.
Los años pasaron rápidos y aquel mocoso se
convirtió en un jovencito que, tras acabar el bachillerato elemental, sus
padres decidieron matricularle en la Escuela de Peritos Industriales. «Es hora
de que hagas una carrera que pueda abrirte las puertas de un buen empleo» me
dijo mi padre. Yo había cambiado, pero también lo hizo el teléfono ya que aquel
aparato de baquelita negro, fijado sobre la pared de pasillo, se convirtió en
uno de sobremesa de color azul celeste, con un precioso dial transparente, que
mi madre colocó sobre una pequeña consola situada, como no podía ser de otra
manera, en el pasillo. La alcayata desapareció y la libreta pasó a ocupar un
lugar en dicha consola. Aquel auricular fue testigo mudo de la infinidad de
conversaciones que mantuve con amigos, compañeros de escuela y, sobre todo, de
mis primeros escarceos amorosos con algunas de las chicas que frecuentaban
nuestros guateques. «Hijo, cuelga ya el dichoso teléfono que la factura va a
subir por las nubes», me decía mi madre.
Los tiempos adelantan que es una barbaridad
y, a principios de los años 90, salió al mercado el primer teléfono móvil, con
tecnología analógica, que Telefónica comercializó con el nombre de MoviLine. Yo ya estaba
trabajando y contaba con un ben sueldo lo que me permitió adquirir uno de esos
terminales. El aparato, bautizado popularmente como “zapatófono” tenía unas
dimensiones considerables ―si lo metías en un bolsillo de la chaqueta corrías
el riesgo de deformar la prenda― y pesaba como un demonio. Aun así, me hizo
feliz. Era como tener el antiguo teléfono de mi casa en cualquier lugar donde
yo me encontrase.
La tecnología es implacable y, a mediados
de 1995, Telefónica anunció un servicio de telefonía móvil, esta vez digital,
con el nombre de MoviStar. Esa nueva tecnología, entre otras muchas opciones,
permitía al usuario conocer el número de la llamada entrante. «Chico, modernízate,
ahora, además de hablar podrás enviar mensajes por SMS y, muy pronto, hacer
fotografías. Es una auténtica pasada», me decían mis compañeros de trabajo.
Pero nos les hice caso y seguí con mi teléfono del pasillo, ahora en la mesa de
mi despacho. «Tú no eres un cliente de Telefónica, lo que eres es un
parroquiano», se mofaban todos ellos. Y
así estuve hasta el 1º de diciembre de 2003, fecha en la que tuve que cambiar
mi terminal analógico por uno digital debido a que la telefonía analógica de MoviLine se extinguió. En
aquella época, y a pesar de contar con una tecnología punta, nunca utilicé el
SMS y, por supuesto, seguí contando con mi Nikon para hacer fotografías.
Sin embargo, fue a partir de febrero de
2009 cuando, desde mi punto de vista, todo el tema de la comunicación hablada
empezó a irse al garete. Había nacido WhatsApp, una aplicación de mensajería
para teléfonos inteligentes (o sea como el mío) que permitía enviar y recibir
mensajes por Internet en forma de texto, complementando esta función con el
envío, a uno o a todos los contactos de la agenda, de imágenes, documentos,
videos, grabaciones de audio y hasta ubicaciones. Por aquel entonces yo ya
estaba casado y mi mujer, una auténtica fanática de la tecnología, me instó a
utilizar esa herramienta debido a que varias de nuestras amistades habían
cortado nuestra relación debido a que yo, por mis convicciones, nunca
contestaba a sus WhatsApp. Un día, después de hacer el amor, me miró fijamente
a los ojos y me dijo: «Verás que cómodo es su empleo. Podrás enviar, junto con
tu mensaje, un gracioso emoticono con una cara que expresa tu estado de ánimo,
además de otros muchos que representan objetos, actividades y muchas cosas más.
Es muy divertido». Yo al principio me opuse, pero ella me amenazó con
restringir nuestras actividades sexuales y eso hizo que reconsiderara su
consejo por lo que, poco a poco y haciendo de tripas corazón, comencé a
relacionarme de ese modo. Un íntimo amigo me comentó que más de 700 millones de
personas usaban ese sistema y debía ser así porque constaté, cuando viajaba en
metro, autobús, tren o avión, que tres de cada cuatro personas, adolescentes,
jóvenes, adultos o ancianos, utilizaban WhatsApp.
En los meses siguientes dejé de hablar por
teléfono dedicándome, exclusivamente, a comunicarme vía WhatsApp. Aquello fue
como un bálsamo benefactor, muchas de las personas que habían dejado de
relacionarse conmigo volvieron a hacerlo e incluso hubo algunas que, aunque
nunca quisieron saber nada de mí, ahora se pusieron en contacto mediante esta
herramienta. Es más, familiares que jamás me habían llamado por teléfono
empezaron a mandarme mensajes por esa vía. A pesar de todo, yo no estaba
contento conmigo mismo; había traicionado uno de mis principales principios y
eso no me dejaba pegar ojo por las noches. Para mí era como ser del Atlético de
Madrid y de la noche a la mañana hacerse del Real Madrid y un día, a pesar de
las amenazas de mi mujer, tomé la firme decisión de no volver a utilizar el
dichoso WhatsApp. Ella, cuando se apercibió de ello, censuró mi atrevimiento y
decidió dormir en el cuarto de invitados hasta que yo reconsiderara lo que
había hecho. «Lo tuyo es de psiquiatra ―me dijo―, te recomiendo que acudas a un
especialista».
Seguí sus indicaciones y uno de mis mejores
amigos me aconsejó que fuera al que, según él, era uno de los mejores de
España. «Seguro que no te vas a arrepentir ―aseguró―. A mí me curó la fobia que
tenía a las aves. Ahora tengo en casa siete canarios, dos loros y un tucán». No
lo dudé y acudí a su consulta, podía matar dos pájaros de un tiro; volverme un
adicto del WhatsApp y recuperar a mi mujer. El doctor me recibió en un despacho
lujosamente amueblado con un gran ventanal desde el que se podía ver el fondo
sur del Estadio Bernabéu. «Vamos a ver ―me dijo a la vez que me observaba de
arriba abajo―, cuénteme exactamente lo que le pasa y, sobre todo, como se
siente». Yo comencé a relatar, con todo detalle, mi obsesión hasta que, diez
minutos más tarde, un sonido parecido al de un silbido salió del teléfono móvil
que estaba sobre la mesa del despacho. El médico me miró durante un segundo,
cogió el teléfono y me dijo: «Discúlpeme, tengo que contestar un WhatsApp.
Formo parte de un nutrido grupo de especialistas y usamos este medio para
comentar…». No le di tiempo a terminar la frase, me levanté de mi asiento, me
dirigí a la puerta de salida y antes de cerrarla tras de mi le solté: «Váyase
usted a la puta mierda».
La relación de pareja entre mi mujer y yo
se fue deteriorando poco a poco. Casi no hablábamos y cada día estábamos más
distanciados. Ella se pasaba el día entretenida con las redes sociales, siendo
sus preferidas WhatsApp, Telegram, Facebook, Twitter,
YouTube,
WeChat, Instagram, QQ y QZone,
y yo me encerraba en mi pequeño despacho para poner en orden mis ideas y
escribir, algo que me apasionaba y me hacía feliz
Uno de esos días, cuando me encontraba
escribiendo un ensayo sobre la vida y costumbres de los mamíferos polares,
recibí un WhatsApp de mi mujer que decía: «Deja lo que estés haciendo y ven a
cenar». Aquello fue la gota que colmó el vaso. Mi mente se nubló y, lleno de
ira, me levanté de la silla para dirigirme a la cocina donde mi mujer freía
unas empanadillas. Ella se apercibió de mi llegada y sin girar la cabeza me
espetó: «Pon el mantel, en cinco minutos…». No pudo terminar la frase porque el
cuchillo cebollero que empuñé se incrustó en su quinto espacio intercostal
izquierdo.
En el juicio que siguió a continuación fui
acusado, delante de un jurado popular, de homicidio en primer grado. «¿Cómo se
declara el acusado?», me preguntó el juez. Yo me levanté de la silla que
ocupaba y respondí: «Inocente, señoría, totalmente inocente. Lo siento mucho,
la culpa fue del WhatsApp». La carcajada que emanó de la bancada que ocupaba el
jurado fue de campeonato y aunque mi abogado defensor, en un gran alegato
final, intentó convencer al jurado y culpabilizó a las redes sociales de crear
en la sociedad una gran robotización que, de alguna forma, idiotizara a los
seres humanos y les privase, en gran medida, de discernimiento y voluntad, no
evitó que el jurado me declarase culpable y el juez me condenase a una pena de
prisión permanente revisable.
Estas líneas las escribo desde mi celda de
la Prisión Provincial de Escalante del Jarama donde, afortunadamente, no hay wifi.